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En el Cuyabeno me salieron líneas como plumas

  • EDS
  • 15 mar 2017
  • 6 Min. de lectura

Luego de este viaje concluí que, para sorprenderse, se debe viajar, irse de uno mismo para -en el transcurso- encontrarse en el camino. Hace algunos días tuve la oportunidad de desconectarme de mi cabeza, y -a manera de terapia- deconstruirme en la selva.

El viaje empezó en la madrugada. La noche era bastante fría de esas que están transcurriendo en Quito. Al amanecer estaba en Lago Agrio con un intenso sol y un calor húmedo amazónico. En el puerto del Cuyabeno todos ayudaban a ordenar el equipaje en la canoa. Mientras unos salían de la selva, nosotros estábamos listos para ingresar.

Duncan, un retirado de Gran Bretaña, levantaba los botellones de agua para subirlos a la canoa. Éramos solo Pablo, el conductor nativo de la Canoa; Willian, el dueño de Guacamayo Lodge; Duncan, un turista amante de las aves y yo, encargado de producir las fotos para el Lodge.

La hora y media río abajo pasó bastante rápido. Todo me sorprendía. Nunca mis pulmones habían sentido un aire tan puro, podría definir la textura de la selva entre la inmensidad del verde y las lianas que cuelgan de milenarios árboles y se ahogan en quietud sobre las calmadas aguas. Sentir que todo respira alrededor es la sensación más noble, es sentirnos vivos. La selva imponente, pura, poco tocada inspira con su belleza.

Se podría decir que el arte, como la selva, es un todo en armonía, todo brilla a su manera. Deduje que quien ama también encuentra belleza en la fealdad. O posiblemente que la fealdad no existe sino más bien la falta de sorprenderse por lo distinto. Mi conclusión de la entrada a la selva era su equilibrio.

Ya en el otro hábitat llegamos hasta un hermoso muelle donde conocí a Malthe y Mathías, dos amigos que habían llegado desde Dinamarca hasta el Cuyabeno para sorprenderse de la grandeza del bosque.

Ahí sentados frente al río, las hormigas se subían por mis piernas, la luz del sol rebotaba sobre las hojas secas que recorrían con la corriente del río, nada estaba quieto, todo se movía, levanté la mirada y los rayos del sol quemaban mis retinas, el sonido de un motor parecía acercarse, alguien estaba por llegar. Un enorme bicho caía desde el árbol hasta la maleta de mi cámara, el gorjeo de dos tucanes se escuchaba sobre mi cabeza, levanté la mirada y el azul se empastó con el verde de las grandes palmeras, las panzas amarillas de los tucanes volaban a través del bosque.

Me había quedado solo enfrentándome a mí mismo, rayando sobre mi cuaderno unas líneas que representaba mis sentimientos. Ricardo, un ayudante del lodge había llegado a acompañarme.

Al filo de mis gafas una larga y extensa serpiente se acercaba. La regresé a ver y su cuerpo se erizó nos vimos a los ojos, era la serpiente más verde y hermosa que había visto en mi vida. Ricardo me dijo: “camina dos pasos con tranquilidad”, me levanté de la perezosa donde dibujaba y caminé. Ella pasó sobre la silla y sobre el dibujo y siguió su camino.


Sentía emoción al enfrentarme a mis propios miedos. Llegada la tarde fuimos a buscar a la Laguna Grande a buscar delfines rosados de agua dulce, una especie única de la zona.

El silencio de la exploración y la búsqueda es indescriptible, ahí después de unos minutos de espera, unos seres mágicos salían saltando del agua en pequeños grupos.

Había caído la noche y me sentía un festín para los mosquitos, me impresionaba como Pablo, el conductor nativo, dominaba el río y manejaba con solo la luz de la luna.

Ya de vuelta en Guacamayo Lodge, la lluvia torrencial había despertado a las cigarras que le ponían el sonido a la noche. Luego de la cena, a partir de las 20:00, se apaga todas las luces de las habitaciones y las áreas compartidas del hotel, así la selva vive, aun de noche. Con los sonidos del bosque, las venas de mi cerebro se desconectaban y el cuerpo lograba descansar hasta los primeros rayos de luz cuando las aves eran las encargadas de convertirse en el despertador natural para ver el amanecer.


En el otro hábitat los días pasaban rápido, el equilibrado sonido de las especies arrullaba y tranquilizaba. Era nuestro segundo día de excursión. En el puerto estaba varado una canoa, a Willian no le molestaba agarrar los remos y recorrer kilómetros de río hasta encontrar alguien que nos remolque, el día había amanecido nublado.

El plan, una caminata por el bosque para diferenciar los cientos de especies que existen en Cuyabeno. Duncan me enseñaba mucho sobre las aves durante las cenas. Parte de una estación de investigación de la Universidad Católica se mantiene destruida y deshabitada luego de un incendio, nos cuenta el guía.

Una capa de enormes hojas amarillentas cubrían el piso que a momentos era pantanoso. Un cierto respeto de un hábitat desconocido se tomaba el cuerpo, todo el entorno se mantiene, se revela la gran cadena que nuestra tierra redonda, que nos marca, todo tiene una razón.

Las texturas explotaban en mis ojos, no paraba de disparar fotos a esas milimétricas plantas que se han renovado desde la creación de este planeta.

Caminábamos sobre las raíces que se cruzaban unas con otras como nuestras propias venas, las lianas se volvían tan grandes que envuelven los troncos de los árboles, parecían haber sido esculpidas por un romántico.

Pedazos de arboles por todo el piso daban vida a cientos de especies que se alimentan y son parte de ese gran ciclo. Un enorme cedro se cruzó en nuestro camino. Mucha madera en un solo corte. Dolor. Un árbol en extinción se levantaba. Sin control, sin límites. Reposé mi mano sobre su tronco y cerré los ojos por un momento.

Los binoculares se levantaban para buscar las más hermosas aves en las copas de los árboles. El silbido del guía similar al de un águila confundía mis sentidos. Un sapo se mimetizaba sobre las hojas secas.

Era hora de volver, el increíble paisaje de los reflejos se repetía, me obligaba a romper contra toda ley y mostrar al horizonte en la mitad.

Las acacias estáticas parecían viejos sabios dentro del agua adornadas con hermosas orquídeas que florecen una vez al año. “Esto se parece a Nambidia, África, no es muy diferente”, acotaba mi compañero de viaje, sonrió.

Los remos entrando bajo el agua y su repetición formaban la melodía de la mañana, un resonar alertaba la selva, los monos aulladores generaban un retumbar. Enormes animales protegiendo su espacio. Apropiándose de él a través de su aullar. El atardecer era necesario verlo desde una hamaca, la mejor vista para de un momento a otro, sentir la lluvia más reconfortante, más sentida, más auténtica.

Caía la tarde saboreando un chocolate recién preparado en la cocina con cacao de la comunidad.

Recordaba la ciudad, sentía que venimos a la tierra a caminar descalzos y nos acostumbraron a utilizar zapatos.

Un día estaba designado a compartir con la comunidad. Una canoa a motor estaba frente al muelle. El costo de una canoa completa por un día es de 80 dólares y estaba operado por la gente de la comunidad. En el camino no paraba de indagarme cómo se podría componer la manera visual de las personas que habitan este bosque. Su espeso contenido, lleno de texturas, lleno de verde.


Varios canales de agua se entrecruzaban sin orden. A lo lejos veía los techos de un pequeño caserío, las canoas parqueadas el filo del río. Unas gradas de madera eran el acceso a la comunidad.

A 50 metros habían construido una “Maloca” (casa tradicional de la comunidad) para que los visitantes nos sintamos cómodos. Todo se sentía tan tranquilo después del carnaval. Donde según Margarita, la señora q nos recibió, se había acabado toda la cerveza del pueblo. Imaginaba cómo habría sido esa fiesta, mientras me contaba que se habían llenado la cara de achiote y habían bailado hasta el cansancio.

El plan de Margarita era enseñarnos a hacer casave, un pan tipo pita hecho de yuca. Encendió el fuego y fuimos a cosechar. Ya en la cocina, ralló la yuca en una gran batea y la coló a través de un increíble tejido de hoja de plátano. Finalmente, el almidón de la yuca lo colocó en el tiesto.

Salí al patio y sentía que, estaba aprendiendo a volar, me salían plumas como líneas.

Era hora de visitar al Shamán. Regresamos río abajo y una increíble Maloca solitaria junto a río se divisaba a lo lejos. “Es un hermoso jardín delantero”, bromeábamos con Duncan. Grandes árboles salían del agua, las lianas que colgaban de sus ramas se sumergían reflejadas bajo el agua. La canoa se acomodó junto a la tierra y bajamos.


Me encontraba sobre la torre para avistar pájaros. A las aves se las diferencia por su particularidad, muchas veces por sus sonido, otras por el color o el terminar de sus plumas y muchas posiblemente por el intenso color de sus ojos. Un mágico arcoíris estaba a mis espaldas yo estaba con mis alas listas para saltar y volar.


En estado de meditación me sentía sobrevolar las copas de los árboles, ahí pude esclarecer mis sueños y dilucidar que no quiero parar, no quiero vivir a medias tintas, quisiera explotar hasta que el corazón mande y mi locura trascienda sobre esta tierra.



AGRADECIMIENTO ESPECIAL




 
 
 

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