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El retrato, dualidad sobre el lienzo

  • EDS
  • 12 ene 2017
  • 2 Min. de lectura

Era domingo y en el cielo de Quito se pintaba de tonalidades claras y oscuras, los blancos, los grises y los azules oscuros. Siempre que llueve me causa sensaciones extrañas ver como las montañas también cambian de tonalidades. Su verde parece oscurecerse. La bruma que se levanta y desde el suelo baila en el aire para unirse con las nubes.

Días previos había conversando con Francisco Padilla para culminar el proceso del proyecto "Arte por el arte". Era momento de juntar a la colección una obra de su autoría. En éste caso el trueque iba a ser diferente. A cambio de las fotografías de su espacio, Francisco propuso pintarme un retrato.

El retrato a lo largo de la historia ha sido un formato que se repite. Muchas veces a petición del retratado y otras a causa de una mágica conexión entre una persona y el artista. Más allá de eso, llega a ser la representación del ser en el espacio/tiempo.

Francisco llegó a casa con una mochila negra, en la que llevaba todos sus materiales, yo acordé comprar el lienzo. Cubrimos la mesa con papel periódico para no mancharla. Empezó el ritual. Sacó una maleta del pinceles y los extendió sobre la mesa. Los acrílicos en orden, la paleta, manchada con colores del pasado, parecía estar todo a punto para una nueva historia.

Sentí impotencia por no poder documentar cada instante. Era la primera vez que sentía la obligación de estar frente a cámara. Monté el trípode y me acomodé diagonal al caballete de Padilla.

“Mira para allá” – dijo.

Perdí la mirada entre los marcos de la colección que he venido recaudando como parte de éste proyecto.

De ahí en adelante, me dediqué a iniciar un proceso meditativo. Los sonidos que acompañaban la producción de ésta obra, era el trapo de Padilla en armonía con las gotas sobre la ventana y los primeros pincelazos que marcaban los rasgos de mi esqueleto. Las primeras líneas eran geométricas, limpias, pero aún escuetas.

El proceso continuó. A medida que avanzaba los rasgos tomaban forma, color, textura y realismo. Cada vez se semejaba más a un pedazo de piel. Las luces y las sombras aparecían continuamente. Un dualismo sobre el lienzo iba tomando parecido a el alma dibujada. Un juego de fuerzas que no desapareció toda la noche.

El final se acercaba. Era mi momento de volver a tierra. Nos paramos frente al retrato y no hablamos por un largo rato. Padilla viró la obra y la montó sobre el caballete, me pidió un marcador y la firmó.

Llovía mucho. Francisco me contaba sobre el desarrollo de su comic, una adaptación de "El Antropófago", de Pablo Palacio. Vimos retratos de Freud y de Vrubel (sucesivamente).

El taxi de Padilla esperaba afuera. Nos despedimos. El cuadro quedó en la posición en la que el artista lo firmó. Ahora lo veo y sujeta a miles de interpretaciones, respetaré la postura por dos motivos: el primero, complementa mis sombras y segundo porque solamente Francisco sabe su sentido.

 
 
 

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